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El Blog de Sandra Gómez

Un baile de Máscaras

No todos los viajes hacia uno mismo tienen que ser aburridos, ¿verdad? A veces el disfrute es necesario, “irse para volver”, ese es un ingrediente estrella para ser feliz. Y así fue y así ocurrió… Allí mismo, como en la mejor de las fiestas de la Corte del Rey Sol, me planté con mis mejores galas, un tremendo vestido con telas pesadas y cuidados bordados adornándolo. Muchas personas, todas disfrazadas y embutidas en esos trajes imposibles. Todas con su antifaz. Comenzaron a sonar las mejores canciones para bailar, disfrutar e incluso, desmelenarse.

Como iba sola, no sabía muy bien cómo actuar, pero no fue difícil comprobar que muchas personas estaban en mi misma situación, perdidas, pensando a quien acercarse o con quien bailar. El llevar el rostro cubierto no ayudaba, no había apenas forma de contacto visual para que esa persona me transmitiese algo. Respiré y me dejé llevar. Bailé con muchas personas diferentes, y pude comprobar algo extraño. Al intercambiar palabras e impresiones sobre la fiesta y la experiencia, comencé a sentirme “engañada”. Había algo en estas personas que no acababa de encajar conmigo. A pesar de que algunas canciones eran lentas, sus cuerpos no invitaban a la cercanía. Había tal barrera entre nosotros que mi sentimiento rozaba la incomodidad.

Días después se celebraba otra fiesta, esta vez sin disfraces. Siendo algo más formal, tenía la increíble ventaja de poder charlar con los asistentes, de los cuales, pude reconocer algunas voces, pero ya ni recordaba una imagen a la que asociarlas. Hablando y hablando, surgieron algunas preguntas que, por lo que pude comprobar, no me había hecho solo yo. ¿Qué había sucedido en aquella última fiesta? ¿por qué era tan común esa sensación de rechazo? La música y el ambiente habían estado preparados precisamente para el disfrute, los disfraces y antifaces le daban ese aire desenfadado. ¿Qué ocurrió entonces? Pude así intercambiar opiniones y percepciones con el resto de invitados, pero no fue hasta más tarde cuando llegué a mis propias conclusiones.

Debido a mi timidez, había creído durante toda mi vida que un disfraz era la herramienta adecuada para perder la vergüenza. Tal vez siendo “otro” la vida sería más fácil. Nadie va a interesarse por ti. En cambio, “¡bravo! ¡Ese disfraz de Caperucita está muy logrado!” y otros comentarios banales, harían que me sintiese orgulloso de “mí”. Cada vez que recordaba la sensación vivida en la fiesta me faltaba el aire. Ya era duro asistir sola y dispuesta a vencer miedos y conocer gente, pero el resultado no fue mucho más alentador, más bien todo lo contrario. Tuve la sensación de conocer a personas “tipo”, no provocaban nada en mí, excepto unas ganas terribles de salir huyendo.

Una vez entendido esto, entendí absolutamente todo. Una persona no es una persona para el resto hasta que no se quita la máscara. Si hablo con alguien que lleva puesto un antifaz, esa persona ya está estableciendo una barrera entre ambos. Me reconozco a mí misma en esta historia, ¡cuántas veces no habré sido “la amiga ideal”, “la chica buena”, “la graciosilla”, “la ayudadora”! Y eso no era un problema, porque todas ellas son parte de mí. El problema venía cuando esas cualidades no eran las más adecuadas para un determinado momento, o “me tocaba” representar ese papel aun no queriendo. Eso ya no era una cualidad, sino una máscara. Una máscara es todo aquello que no soy yo, que adopto y adapto al entorno en vez de mostrar lo que soy de verdad. El conocido “sé tú mismo”.

Pero esto tampoco es fácil, es una lucha constante contra uno mismo y el entorno, dependiendo del peso que tenga cada uno de ellos. Esos invitados y yo misma habíamos vuelto a vernos sin esas máscaras, donde un gesto o una mirada decían todo, donde todos identificamos lo que el otro corazón nos está diciendo, donde discernimos entre la gente que me provoca una gran sintonía y aquellos que no. Natural y positivo. Nadie pierde, todos ganamos.

Un día te liberas de máscaras y decides que ya no importa cómo quedar con el mundo, porque puede que no agrades a mil personas, pero sabes que las seis que te queden al lado, no te volverían a poner la máscara ni en mil fiestas por venir… Y lo mejor, es que ya ni siquiera te la pondrías de nuevo tú.

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Sandra Gomez • 15 septiembre, 2016


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